Cuando vivía en México decía calcetines en lugar de medias, decía está padrísimo en lugar de está chévere, jugaba a las escondidillas y al beso pipo.

 

Por: Catalina Vargas Tovar

 

Mi primaria la hice en México, no toda, pero sí gran parte de ella. Eran los años ochenta. Me tocó el nacimiento del panda en el zoológico de Chapultepec, canté a gritos las canciones de Timbiriche y las Flans, realicé proyectos de investigación ilustrados sobre los Aztecas y los Mayas, coleccioné láminas con deidades indígenas como Tláloc, madrugaba a ver Súper Vacaciones, decía calcetines en lugar de medias, decía está padrísimo en lugar de está chévere, jugaba a las escondidillas y al beso pipo.

En esa época metía las narices en todo. Iba a clases de ballet, flamenco, gimnasia olímpica, natación, baile irlandés, origami, cerámica, música, club de lectura y demás. En una clausura del año escolar, canté un solo de la canción Scarborough Fair de Simon y Garfunkel básicamente porque nadie más pudo aprenderse la letra (desde entonces me tiemblan las piernas y la voz en público). También participé en una coreografía de Flashdance y en una obra de teatro de Navidad fui un copo de nieve, aunque solo decía una línea que no he podido recordar. En todo caso, mi mejor amiga, cuando regresé a Bogotá, me escribió una carta diciendo que nadie podía decirla igual que yo. En ballet, eso sí lo recuerdo, me tocaba bailar sola porque era muy alta para mi grupo de edad. En gimnasia olímpica me gané un premio porque fui la primera en hacer el rollo adelante y pararme sin poner las manos. Y en natación, mientras las niñas de mi edad nadaban la piscina a lo ancho, yo me hacía varias piscinas a lo largo.

Luego, en las tardes tranquilas, me juntaba con los hijos de Sixta, la portera de mi edificio. Se llamaban Mario y Marcela. Jugábamos a que yo era la maestra y ellos mis estudiantes. Intenté meter a mi hermano menor en el juego pero una tarde, sin querer queriendo, me tiró un palo gigante en la cabeza mientras construíamos un atril para la «lección de arte». Me tuvieron que rapar una parte de la cabeza para ponerme los puntos… todavía recuerdo el ruido de la cuchilla de afeitar. El tema de las heridas causadas por los hermanos es largo, pero no puedo victimizarme porque yo casi ahogo a mi hermanito en la piscina del club. Otro recuerdo: la colada que Sixta preparaba para sus hijos y que siempre nos ofrecía por las tardes al lado del fogón de su casa. Ella, por su parte, comía chiles jalapeños crudos con una tortilla de maíz apenas recalentada.

Me tocó el terremoto de 1985. Una mañana muy temprano, mientras desayunábamos, empezó todo a mecerse con fuerza y mi taza de chocolate se regó por el mantel blanco (las pastillas del chocolate que tomábamos allá tenían forma hexagonal). Escuché instrucciones entrecortadas de mi mamá y salí, caminando como en un barco, en medio del temblor, a sacar a mi abuela de su cuarto. Había venido de visita, le acababan de operar las cataratas y tenía los ojos vendados. Nos acomodamos en el marco de una puerta que daba a la terraza, según reflexiones póstumas, el peor lugar de la casa en esos casos. En mi alcoba se cayó un pedacito muy pequeño del enchape de yeso de techo, pero por fortuna nada grave sucedió (más tarde contemplaría ese agujero todas las noches). El bus de la escuela nos recogió normalmente. Horas más tarde, después de estar parados en la cancha de fútbol viendo a los profesores pasar con su crisis de nervios, nos recogieron en una limosina de la oficina de mi papá. ¡Una limosina!

No me puedo olvidar de las imágenes de los presentadores de Televisa a los que se les cayó el edificio encima, tampoco se me van de la cabeza aquellas del paseo que hicimos por el centro y vimos todo hecho polvo.

En México, por algún extraño motivo, yo era una súper heroína. Modestia aparte, cuestión de perspectivas. El ponqué cuando cumplí ocho años era formado con conos de helado y la piñata tradicional de uno de mis cumpleaños era alucinantemente hermosa. Adentro, además de todos los dulces de rutina, tenía uno de los bienes más preciados: pedazos de caña de azúcar. ¿Ya conté que me gané varios premios del club de lectura? En una incursión a la bolsa de regalos me salió un mono de peluche. También luché valientemente, a nivel psicológico, contra tarántulas detrás del sofá, arañas negras con patas amarillas, alacranes en el lavamanos, mantarrayas en el mar de Waymas (de los lugares más extraños visitados) y los perros salvajes de mi vecino, expertos en destrozar mis pelotas de hule. Hice la primera comunión como recitando un trabalenguas en inglés, peinada con una trenza en forma de corona y con un vestido de encaje que mi abuela me mandó desde Girardot, Cundinamarca. Ni yo misma acredito todas estas hazañas.

Me imagino que toda esa energía la sacaba de las quesadillas, las cazuelitas de tamarindo y chile, la torta de reyes con muñecos enterrados, las pizzerolas que me compraba en el recreo, la zanahoria con chile piquín y limón, los totopos en sus salsas, las enchiladas cremosas y los chilaquiles de los desayunos. En todo caso, no era normal la fuerza que tenía y, sin embargo, lo era.

 

Chilaquiles al horno

Ingredientes para 4 personas

Salsa roja

6 tomates maduros pelados

3 dientes de ajo

1 chile guajillo

2 chiles morita

Sal, pimienta y comino al gusto

 

Chilaquiles

3 tazas de salsa roja

4 tazas de totopos de maíz

1 libra de pechuga de pollo cocinada y desmenuzada

½ libra de queso doble crema o mozzarella rallado (en México se utiliza queso Cotija)

½ taza de crema agria

 

Preparación

Precaliente el horno a 350 °F (180 °C).

Para comenzar hay que hacer la salsa. Si los chiles son secos, hidrátelos en un recipiente con agua tibia por algunas horas. Para que no floten, póngales un plato encima. Ponga los tomates pelados en una placa para hornear junto con los dientes de ajo y llévelos al horno hasta que estén tiernos y se hayan quemado ligeramente. Una vez horneados, licúelos con los dientes de ajo, los chiles previamente hidratados y si es necesario, un poco del agua del remojo. Vierta la salsa en una olla a fuego medio y condiméntela con sal, pimienta y comino. Si es necesario, agregue un poco de caldo de pollo para hacerla más ligera.

Cubra el fondo de un molde refractario con una capa de salsa seguida de una capa de totopos, una de pollo desmechado y una de queso. Repita este procedimiento una o dos veces más, asegurándose de que quede suficientemente salsudo (esto evita que se sequen en el horno) y que la última sea una capa de queso. Lleve al horno por 10 minutos o hasta que el queso se derrita.

Sirva los chilaquiles con una cucharada de crema agria, o si el caso es de hambre o de desayuno, con un huevo frito. Otro acompañamiento que le va muy bien es una ensalada fresca. No olvide un brindis con tequila antes de comenzar a disfrutar el plato.