Para reconfortar el espíritu, para calentarse en los días fríos y lluviosos y para reencontrarse con las tradiciones culinarias de Chile, hay una sola palabra: sopaipillas.

Por: Cristián Sandoval*

En mi familia la comida callejera, sobre todo la frita, se volvió un pecado más o menos al mismo tiempo que escuché por primera vez la palabra light en televisión, y la mantequilla se transformó en una pasta tan esponjosa e insípida como su nombre, Bonella. Empezamos a comer como el primer mundo, supervisados por la tecnología y la ciencia. Chile se había modernizado. Ni hablar de comer en la calle. No bien nuestra curiosidad se posaba en los carritos que freían empanadas y sopaipillas a la salida del colegio, éramos censurados por una cara de asco y la amenaza de todas las penas de la higiene. Si realmente querías comer sopaipillas, debía ser en casa, como Dios manda.

El invierno de la zona centro-sur de Chile el frío calaba de a poco, como un tornillo, y hacia el sur te atravesaba violentamente como un sable, por eso nuestra cocina está bien aperada para hacerle frente: pan amasado con harta manteca o chicharrones, calzones rotos, picarones, y, por supuesto, nuestra reina de los días lluviosos: la sopaipilla. Si el cielo vislumbraba apenas encapotarse, corrían las matriarcas a cocer zapallo, molerlo, juntarlo con harina, sal, polvos de hornear y manteca derretida; amasar, uslerear (usar el rodillo, estirar la masa), formar discos de unos 7 centímetros; agujerearlos con un tenedor mientras hervía el aceite; y culminar friéndolos con un chisporroteo cantarín para las onces.

De niño me gustaba untarlas aún calientes con mermelada de mora, y a mi madre, pasadas por chancaca (panela o piloncillo). No sé si era consciente de que sus normas de higiene también debían prohibir el exceso de azúcares, pero dudo que cualquier ley importada pudiese ganarle a ese almíbar adobado con cáscara de naranja, canela y clavo de olor en el que se remojaban las sopaipillas. Pero aceite recalentado, jamás. Como esas de la calle, jamás.

Con el tiempo mi madre tuvo razón. La industria abarató los costos y los vendedores callejeros dejaron de hacer las sopaipillas para comprarlas a granel en las panificadoras y solo freírlas en la calle. La calidad bajó. Pero fue lo que me tocó probar cuando ya un poco más grande y dueño de mi deambular capeaba el frío o el hambre de estudiante comprando en el carrito a la salida de del instituto o la universidad. Cambié la mermelada por una mostaza aguachenta de dudosa reputación pero con un sabor de los dioses, que le guapeaba burlona a la franchute Dijon. Mas el summum de la experiencia callejera ocurría cuando el vendedor sacaba del fondo de un cooler (nevera) una fuente con “chancho en piedra” (una salsa de cebollas, ajo, cilantro, tomate y ají machacados, originalmente en piedra, de ahí su nombre). Como tantas cosas de las que me había advertido y prohibido mi familia en la niñez, una delicia.

Hasta hoy creo que no mucho supera una sopaipilla recogida de la calle en un día frío de invierno o tras una agotadora jornada en la pega (el trabajo). Es tan acogedora. Te agradece con su sabor, te entibia el vientre y te satisface. Pero una esquina me guardaba una sorpresa hasta hoy insuperable por cualquier carro callejero de Santiago.

A veces creo que fue un sueño, que me lo inventé en alguna duermevela culinaria o que fue mi Caleuche (barco legendario chilote similar al Holandés Errante). Un día me bajo del bus en Santa Rosa con Vespucio, una zona proleta del Gran Santiago, y me encuentro con un viejo gordo, sonrosado, de mejillas brillantes a punto de estallar, que se afana sobre la sartén de su carrito de comida y saca chorreantes y doradas unas sopaipillas gordas, grandes y pecosas. Intrigado, me acerco, y me cuenta orgulloso que son únicas en Santiago y su especialidad: sopaipillas con merquén (ají rojo seco y molido de origen mapuche) o con orégano. Pido una de cada una y a medida que la masa se disuelve y danza en mi boca, las puertas del cielo se abren y siento el abrazo tranquilo de la gloria. Suave, densa y esponjosa a la vez, mis receptores excitados por el ají y el sabor ronco del merquén recibían a la sopaipilla con un nuevo nivel de placer. Luego, la otra. El orégano otorgaba al zapallo de la masa el sabor amoroso de la cazuela de la abuela, y te llevaba a un tiempo en que todo fue más seguro. Una maravilla. Le agradecí y felicité cuanto pude, pagué gustoso el sobreprecio del invento, y volví al día siguiente para repetir el trance. Pero mi Caleuche no estaba. Me decían sus colegas que vende tan rápido que apenas se le encuentra en los horarios en que suelo pasar por ahí. Me dejó frío en lo caliente. Expectante, desde entonces lo busco, resonando en mi vientre los versos de Óscar Hahn: “y quizás el amor no es más que eso: un hombre o una mujer [o una sopaipilla] que desciende de un carro (…) resplandece unos segundos / y se pierde en la noche sin nombre”.

*Cristián Sandoval (1980). Licenciado en Lengua y Literatura Hispánica de la Universidad de Chile, docente y autor de cómics. Ha participado en algunas ediciones locales de cómic como Chile en Viñetas, Mandamientos de Mentira y algunos fanzines, así como caricaturas e ilustraciones comisionadas. También ha publicado crónicas y cuentos en revistas universitarias. Sus tiras se pueden leer en www.srfantasmacomic.cl

Sopaipillas clásicas

1 taza de zapallo o ahuyama cortada en cubos grandes

3 cucharadas de mantequilla

1 cucharadita de sal

2 tazas de harina de trigo

Aceite para freír

Preparación

Cocine los cubos de zapallo en abundante agua hasta que estén tiernos. Escúrralos y haga un puré pisándolo con un tenedor o pasando el zapallo por un cedazo. Ponga el puré de zapallo en un recipiente, agregue la mantequilla y la sal. Añada la harina poco a poco hasta lograr una masa suave y elástica. Si es necesario agregue un poco del agua de cocción del zapallo o un poco de agua tibia.

Estire la masa ayudándose con un rodillo (en Chile le dicen uslerear la masa) y corte círculos del diámetro deseado.

Caliente abundante aceite en una sartén o paila. Justo antes de echar cada sopaipilla al aceite, hágale tres orificios en el centro ayudándose con los dedos o con un cuchillo para evitar que se infle demasiado. Fríalas por tandas de a tres hasta que estén doradas. Retírelas y escúrralas sobre papel absorbente.