«¿Por qué vives tan obsesionada por la edad?» me preguntaba Sylvia Moscovitz cuando, después de entregarme su cartera, se colgaba de mi brazo. Llevaba el bastón en su otra mano y me aseguraba que antes, cuando era joven, ella cargaba la silla de odontólogo a su espalda porque no tenía consultorio.

 

Por: Vanessa Villegas Solórzano

Cuando pensamos que la vida da muchas vueltas y estamos seguros de haberlo visto todo, la realidad nos sorprende. Sylvia Moscovitz quiso tanto a mi abuela Margarita Córdoba de Solórzano que la recibió en su casa en Bogotá durante los años que fue Representante a la Cámara. Y más de cincuenta años después, la misma Sylvia Moscovitz fue la gran amiga y compinche de mi suegra Ruthy Klinger.

Gracias a esa amistad y coincidencias por lado y lado, tuve la fortuna de disfrutar de la compañía de Sylvia en su último año de vida. Entre planes de ir a conciertos, cine, teatro, ópera y conferencias, tenía tiempo de asistir a clases de computación y hebreo, de hacer fisioterapia, tejer, asistir a clases de arte, tomar el sol y la energía le sobraba para contagiar a todos quienes estábamos a su alrededor. Era arrolladora e inagotable. No había plan que le pareciera malo y siempre era posible hacer más. En la misma semana asistió a Tristán e Isolda, al ensayo de Carmina Burana de las orquestas filarmónicas de Hamburgo y Bogotá bajo la dirección de Kent Nagano y fue a la proyección de la ópera del Met. De cada espectáculo salía emocionada, con críticas acertadas y preguntas pertinentes; siempre quería más. Conseguía que la invitaran a todo porque los organizadores sabían de su entusiasmo y cumplimiento: si pedía boletas iba a estar, lloviera, tronara o relampagueara, aun sintiéndose enferma, Sylvia le cumplía su cita a los espectáculos.

Sylvia también disfrutaba mucho la comida. De su cartera mágica siempre salían galleticas, bolsitas con maní y nueces, frutas y, en general, todo tipo de mecato. Amaba las sopas y siempre las condimentaba con azúcar, porque así se hacía en su natal Brasil. De postre adoraba el aguacate con limón y azúcar y había que temer si no le guardaban un trozo de aguacate para ese propósito. Se tardaba un buen rato perfeccionando el puré, le echaba unas gotas más de limón hasta dejarlo en su punto, para luego comérselo a cucharadas mientras le ofrecía un poco a los compañeros de mesa.

Un día, después de ir a un control con el cardiólogo, fuimos a almorzar a 1492, el restaurante de la chef Juanita Umaña. Uno de los platos venía con una porción de fríjoles negros y por poco muere de la felicidad. Pidió una porción adicional y luego, totalmente extasiada por los recuerdos de infancia que le había traído la comida, le dio al mesero la receta de la verdadera feijoada brasilera. Bajo su supervisión, cocinamos la tradicional moqueca bahiana en el apartamento de Ruthy y pasamos el examen.

También le encantaba la cocina judía. Para su cumpleaños ochenta y nueve nos había pedido que cocináramos gefilte fish en su apartamento. Como no pudimos hacerlo, un mes después, para el cumpleaños de Ruthy, Sofi Fishman llevó una porción extra de su maravilloso gefilte fish y se la dejó a Sylvia de manera que pudiera disfrutarla sin prisa ni remordimientos. Se saboreaba de solo pensar en knishes de queso y varénikes de papa, le encantaban el kréplach, el hummus y el falafel. De la casa de los Camhi siempre salía con una bolsita con comida, cual niña de seis años que no puede controlar sus antojos.

Anticipándonos a su cumpleaños noventa habíamos hecho la sugerencia de que cocináramos cocina sefaradí y cocina ashkenazí de manera que pudiera deleitarse con lo mejor de ambas gastronomías. Sylvia no alcanzó a disfrutar ese banquete, pero de lo que sí estamos seguros es que vivió su vida intensamente hasta el último minuto y nos contagió a todos con su energía desbordante.

 

Varenikes de papa

Masa

4 tazas de harina

2 huevos

½ taza de agua

1 cucharadita de sal

Relleno

10 papas grandes

2 cebollas blancas picadas finamente

250 g de mantequilla

Sal y pimienta al gusto

Preparación

Mezcle la harina con los huevos y la sal. Agregue agua poco a poco hasta lograr una masa suave que no se pegue a los dedos. Envuélvala en papel film y déjela reposar por 1 hora.

Aparte, cocine las papas con cáscara en una olla con abundante agua. Cuando estén blandas, escúrralas y prénselas con un tenedor o un prensapuré hasta obtener un puré suave y uniforme. Derrita dos o tres cucharadas de mantequilla en una sartén a fuego medio, agregue las cebollas y cocínelas hasta que estén transparentes. Es importante que no las deje dorar. Retire tres cuartas partes de la cebolla de la sartén, agréguelas al puré de papa y mezcle bien. Rectifique el punto de sal y pimienta. Dore las cebollas restantes en la sartén a fuego medio evitando que se quemen. Resérvelas.

Cuando la masa haya reposado, estírela sobre una superficie plana hasta dejarla de dos o tres milímetros de espesor. Córtela en discos de seis a ocho centímetros de diámetro con un vaso o un molde y rellénelos con una cucharadita de puré formando pequeñas empanaditas. Cierre los bordes haciendo presión con la punta de los dedos y, si es necesario, use un poco de agua para que la masa se adhiera. Repita el procedimiento con el resto de la masa y el relleno.

Caliente abundante agua en una olla a fuego medio. Cocine los varénikes por tandas entre dos y tres minutos. Al retirarlos, llévelos a un recipiente con mantequilla para que no se peguen y absorban un poco. Para servir, decore con la cebollita dorada y un poco de pimienta.