La receta está en un cuaderno de mi mamá, la anotó cuando mi abuela las preparaba, así que las medidas han sido rectificadas, pues la Tata las hacía “al ojo”, como toda buena cocinera.
Por: Mario Rodríguez Larrota*
La joven Cecilia llegó un día de 1947 a Bogotá con una bolsa que contenía sus únicas pertenencias. La esperaban sus hermanos y quien sería su futuro esposo. Había venido antes con sus tíos, recordaba el tranvía, los almacenes lujosos de la Calle Real del Comercio, el hotel Regina y a la Loca Margarita. Pero esta vez sería diferente, el viaje era para quedarse definitivamente. La ciudad ya no era ese destino soñado por meses, esa lejana urbe que estaba a dos días de camino a lomo de caballo y tren, desde Garagoa, un pequeño pueblo en las montañas de Boyacá, en el centro de Colombia; esa que ebullía al salir de la Estación de la Sabana y se enredaba en las más poéticas palabras de los cafés que se escondían entre las calles.
El pueblo era un recuerdo lejano para Cecilia, tal vez era un lugar oscuro de su memoria, solo reavivado cuando cocinaba o sentía un aroma que la llevaba hasta su cocina de infancia, el lugar más seguro y cálido, luego de que su madre muriera cuando la daba a luz y que su padre le dejara en manos de sus tíos. Sus recuerdos más tempranos eran los de su nana en la casa de Garagoa: recordaba el olor del cacao que molían en un metate que se calentaba con brasas y que luego, esta suave masa se mezclaba con harina de maíz, azúcar y canela para hacer la chucula para preparar el chocolate de taza. Hasta Chocontá llevaban las bolas de chucula para comercializarlas. Su recuerdo se mezclaba con la nostalgia del horno caliente, los amasijos de maíz y las ollas de barro con las sopas hirvientes.
Cecilia cumplió dieciséis años en Bogotá, y ya debía casarse según sus hermanos. Así lo hizo, no tenía otra opción. En sus últimos días, su memoria revuelta de tantos hechos sacaría la nostalgia de un amor que quedó en la puerta de la iglesia. Pero José fue su esposo durante 59 años. Él llegó a la ciudad en 1937, apenas con lo que llevaba puesto, pues las ovejas, el establo, la casa y su dignidad, se las había arrebatado un terrateniente del partido político contrario al de su padre. Antes pastoreaba en el Pantano de Vargas, en Paipa, panteón nacional de la Independencia. Una noche, una centella que provenía del cielo arrasó con parte de las tierras de su familia. Para mí, esta historia parece ser una especie de maldición novelada que aún no termino de entender. De la unión de Cecilia y José nacieron 5 hijos, un varón, que por obvias razones nunca tocó la cocina de su casa y cuatro mujeres que heredaron la mística de construir la familia alrededor de los fogones, por una razón que atribuyo más a la memoria genética que al aprendizaje. Esa es la idea que tengo de mi familia, un extraño conglomerado de acontecimientos que suceden siempre en la cocina.
Cecilia se convirtió en “la Tata” para sus nietos. Una mujer hermosa de ojos claros y amorosos, capaz de batir por una hora y sin ayudas mecánicas, cinco libras de mantequilla con azúcar para preparar la mantecada más esponjosa y rica que jamás pudo hornearse. Esa fuerza era necesaria para levantar a cinco hijos y diez nietos. No había mejor momento en la vida de un nieto de Cecilia como yo, que el de meter el dedo en la masa cruda de una torta. Sin embargo, existía siempre un gesto que nunca entenderé y que pasó a mi recuerdo como una especie de hechizo: justo antes de que entrara un ponqué al horno, sus dedos dibujaban arabescos sobre la masa. La Tata siempre me dijo que era para que creciera bien, y creo que era verdad. Preparaba la mazamorra como ninguna otra mujer del Altiplano. Era una ceremonia casi religiosa, en la que molía tres veces el maíz y no permitía que nadie tocara el cucharón, pues según su receta, aclararía la densa amalgama de sabores. En la noche, la mazamorra dulce, perfumada con las hojas de naranjo, era el final de una jornada de gula y sueño. Las papas criollas debían trozarse con el cuchillo, nunca tajarlas, ella lo llamaba “cascarlas”; y ahora entiendo algo que ella nunca pensó, que así se libera más almidón en el ajiaco que nunca faltaba en Noche Buena. Las garullas eran el amasijo que mejor acariciaban sus manos, siempre nos advertía que no podíamos hablar al comerlas, pues la suavidad de su masa producía accidentes respiratorios al menor descuido. Yo las humedecía con chocolate caliente y, desde luego, solo hablaba hasta haber acabado con todas.
Del tiempo que pasé con mi abuela Cecilia, quedan fragmentos de aromas, dichos, ingredientes y secretos. Reunidos conforman la historia de una abuela como la de tantas personas, pero para mí, una mujer fuerte, con aroma a maíz y a mantequilla. Murió una madrugada, la misma fecha en el la que nació. Gracias a ella me formé una idea de las mujeres: independientes, incansables y tremendamente amorosas. Hasta hoy sigo buscando los mejores recuerdos de mi infancia, siempre metidos entre las ollas de la cocina, porque la Tata sigue allí, al lado del fogón, como un ángel que aviva el fuego de la memoria.
*Mario Rodríguez Larrota (1977) es restaurador de arte y antropólogo bogotano. Investigador del patrimonio cultural, ha trabajado en Colombia, México y España. Ha producido artículos y ensayos sobre temas relacionados con la gastronomía tradicional. Ha sido docente e investigador en la Universidad Externado de Colombia, en la Universidad Javeriana y en la Universidad de los Andes. Actualmente es director de La Despensa Tienda Responsable. Para conocer más sobre este proyecto, pueden visitar: www.facebook.com/ladespensatiendaresponsable
Garullas de la Tata Cecilia
Ingredientes
1 libra de harina de maíz
1 libra de queso campesino desmenuzado, o cuajada bien escurrida
300 gramos de mantequilla
2 huevos separados
Preparación
Ponga las dos claras de huevo en un tazón y mézclelas con 100 gramos de harina de maíz y 100 gramos del queso y mezcle ligeramente hasta conseguir una pasta suave. Reserve.
Aparte, mezcle el resto de la harina de maíz y del queso con la mantequilla y las yemas. Bata con la mano hasta obtener una masa suave. ¡Las manos son necesarias!
Forme de 15 a 20 bolitas y repita el procedimiento con la masa elaborada a partir de claras de huevo. Para armar las garullas, tome una bola de la masa elaborada con las yemas con una mano, presione ligeramente en el centro formando un cuenco y ponga allí la bola pequeña elaborada con las claras. Cierre la masa con el puño, tratando de no cubrir la bola pequeña por completo. Repita este procedimiento con el resto de las bolitas. Dispóngalas en una lata, dejando suficiente espacio entre ellas para que se expandan y no se peguen.
Hornee por 40 minutos aproximadamente a 350 °F (180 °C), hasta que se doren ligeramente. Deben quedar como panecillos con el centro más tostadito, su textura es suave y seca.
¡Cómanlas con precaución! pueden provocar asfixia o ganas de comerlas todas.