La receta está en un cuaderno de mi mamá, la anotó cuando mi abuela las preparaba, así que las medidas han sido rectificadas, pues la Tata las hacía “al ojo”, como toda buena cocinera.

Por: Mario Rodríguez Larrota*

La joven Cecilia llegó un día de 1947 a Bogotá con una bolsa que contenía sus únicas pertenencias. La esperaban sus hermanos y quien sería su futuro esposo. Había venido antes con sus tíos, recordaba el tranvía, los almacenes lujosos de la Calle Real del Comercio, el hotel Regina y a la Loca Margarita. Pero esta vez sería diferente, el viaje era para quedarse definitivamente. La ciudad ya no era ese destino soñado por meses, esa lejana urbe que estaba a dos días de camino a lomo de caballo y tren, desde Garagoa, un pequeño pueblo en las montañas de Boyacá, en el centro de Colombia; esa que ebullía al salir de la Estación de la Sabana y se enredaba en las más poéticas palabras de los cafés que se escondían entre las calles.

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