Para reconfortar el espíritu, para calentarse en los días fríos y lluviosos y para reencontrarse con las tradiciones culinarias de Chile, hay una sola palabra: sopaipillas.

Por: Cristián Sandoval*

En mi familia la comida callejera, sobre todo la frita, se volvió un pecado más o menos al mismo tiempo que escuché por primera vez la palabra light en televisión, y la mantequilla se transformó en una pasta tan esponjosa e insípida como su nombre, Bonella. Empezamos a comer como el primer mundo, supervisados por la tecnología y la ciencia. Chile se había modernizado. Ni hablar de comer en la calle. No bien nuestra curiosidad se posaba en los carritos que freían empanadas y sopaipillas a la salida del colegio, éramos censurados por una cara de asco y la amenaza de todas las penas de la higiene. Si realmente querías comer sopaipillas, debía ser en casa, como Dios manda.

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