A las pocas horas de haber ingresado por primera vez al laboratorio de vitaminas en la farmacéutica Parke-Davis en Detroit, Concha Peláez fue capaz de hacer procedimientos que los demás estudiantes tardaban casi un mes en aprender.
Por: Vanessa Villegas Solórzano
Una larga fila de personas jóvenes desnudas. Todas extranjeras, hombres y mujeres. Estados Unidos, 1953. Concha Peláez era una de ellas. Eran los exámenes médicos necesarios para ser admitidos en las universidades norteamericanas que guardaban bastantes similitudes con aquellos que se realizaban en los centros de recepción de migrantes como Ellis Island hasta 1954 frente a la isla de Manhattan. «Yo me iba a morir», dice Concha a pocos meses de cumplir noventa años y con marcado acento antioqueño. «A los hombres les daban una bolsita para guardar sus cosas y a las mujeres nos asignaban un casillero. Se me salían las lágrimas. No entendía nada». Una vez desnudos comenzaba el recorrido por una fila de cuarticos, cada uno destinado para un examen específico. «Mientras pasábamos de uno a otro me preguntaba, ¿por qué para un examen de ojos tengo que estar completamente desnuda? Los últimos cubículos eran los de las pruebas de laboratorio y el del examen psiquiátrico. Yo estaba tan descompuesta que pensé que me iban a dejar recluida en un hospital mental».
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