A las pocas horas de haber ingresado por primera vez al laboratorio de vitaminas en la farmacéutica Parke-Davis en Detroit, Concha Peláez fue capaz de hacer procedimientos que los demás estudiantes tardaban casi un mes en aprender.

Por: Vanessa Villegas Solórzano

Una larga fila de personas jóvenes desnudas. Todas extranjeras, hombres y mujeres. Estados Unidos, 1953. Concha Peláez era una de ellas. Eran los exámenes médicos necesarios para ser admitidos en las universidades norteamericanas que guardaban bastantes similitudes con aquellos que se realizaban en los centros de recepción de migrantes como Ellis Island hasta 1954 frente a la isla de Manhattan. «Yo me iba a morir», dice Concha a pocos meses de cumplir noventa años y con marcado acento antioqueño. «A los hombres les daban una bolsita para guardar sus cosas y a las mujeres nos asignaban un casillero. Se me salían las lágrimas. No entendía nada». Una vez desnudos comenzaba el recorrido por una fila de cuarticos, cada uno destinado para un examen específico. «Mientras pasábamos de uno a otro me preguntaba, ¿por qué para un examen de ojos tengo que estar completamente desnuda? Los últimos cubículos eran los de las pruebas de laboratorio y el del examen psiquiátrico. Yo estaba tan descompuesta que pensé que me iban a dejar recluida en un hospital mental».

Siempre fue muy inquieta. Su mamá era maestra escolar y su papá un patriarca antioqueño convencido de que las mujeres debían prepararse y estudiar. Cuando cursaba tercero de primaria en la escuela pública de El Retiro, Antioquia, la profesora Tránsito Serna dejó por escrito en un reporte que Conchita tenía mucho potencial intelectual y que lo debía aprovechar. Estudió el bachillerato en el Instituto Central Femenino de Antioquia, CEFA (hoy Centro Formativo de Antioquia), donde, según cuenta, las estudiantes eran muy inquietas. «Las alumnas de El Sagrado Corazón, por ejemplo, estudiaban Filosofía y letras y eso estaba bien porque en las familias aceptaban que estudiaran para que fueran niñas cultas». Y anota que las estudiantes del CEFA preferían carreras como odontología (la mayoría de las compañeras de Concha se inclinaron por esta opción), también hubo abogadas, químicas farmacéuticas y la primera mujer agrónoma. Señala Concha que para ella fue sencillo, pues ya había una generación de mujeres que habían abierto camino en la Universidad: Clara Glottman y Mariana Arango fueron las pioneras en el área de las ciencias de la salud en medicina y odontología, respectivamente.

La física le gustaba mucho. De hecho, insiste en que hubiera querido estudiar «Física pura», pero en ese momento esa carrera no existía en Medellín. Como su hermano estudiaba Ingeniería Química prefirió inscribirse en Química Farmacéutica y así evitar roces y comparaciones. Para entonces los cupos en las carreras eran limitados para las mujeres. Es decir, que cada carrera abría una cantidad determinada de puestos para las mujeres y, aunque ellas sacaran mejores calificaciones que los varones, corrían el riesgo de quedarse por fuera. Y se quedaban, como les ocurrió a las compañeras del colegio de Concha cuando se presentaron a Odontología: las aspirantes sobrepasaron el número de cupos femeninos ofrecidos por la UdeA para esa carrera y a pesar de que muchas superaron a los varones en el examen de admisión, debieron esperar al año siguiente para obtener un cupo universitario.

Concha se fue a Estados Unidos en 1953 gracias a una beca Kellogg para los estudiantes con mejor promedio de cada carrera en la Universidad de Antioquia. Ella había sido la alumna más brillante de Química farmacéutica a pesar de su mala ortografía. «Fui una pésima alumna en ortografía, hasta llegué a pensar que no me iba a graduar por cuenta de eso. Por fortuna mi rendimiento académico en otras materias era tan bueno que me ayudaba a arrastrar las malas notas de ortografía», señala en medio de una risa nerviosa.

Como estudiante fue tratada con mucho respeto por sus compañeros varones. «Mis compañeros se portaron muy bien, nunca viví nada maluco. No como a Clarita Glottman o Mariana Arango a quienes les metían penes de los cadáveres en los bolsillos o en la cartera para disuadirlas de estudiar en la Universidad», señala con indignación. Quizás el único momento crítico para ella como mujer eran los exámenes orales. Dice Concha que como los profesores trabajaban durante el día en los hospitales de la ciudad, el horario para las pruebas orales comenzaba a la media noche en Juan del Corral, un barrio céntrico de Medellín. Ella era la única mujer entre todos sus compañeros, así que debía encontrar la manera de que su papá o alguien de confianza la acompañara hasta allá y la recogieran, pues no era seguro transitar sola a esa hora por las calles de Medellín.

Tan pronto Concha se ganó la beca y las autoridades sanitarias norteamericanas dieron un parte positivo para su ingreso a ese país, fue a un curso de inglés en la ciudad de Lawrence, Kansas y luego estudió en la Universidad de Michigan en Ann Arbor. Allí presenció una vida académica con mayor participación femenina y en eso radicaba la gran diferencia con su formación en la UdeA, pues, según ella, «aparte del acceso a tecnología de punta y la cantidad de mujeres que había en el campus, los profesores y los libros eran prácticamente lo mismo que acá».

Cuando tuvo que hacer las prácticas la enviaron a la farmacéutica Parke-Davis en Detroit, donde le asignaron un puesto en el laboratorio de vitaminas. «Ese laboratorio era tan grande que me parecía como una ciudad entera», dice. Allí le dieron instrucciones para la titulación de muestras y le dijeron que tenía un mes para afinar la práctica antes de comenzar a trabajar de verdad. Concha todavía conserva la nota que le escribió a mano el director del laboratorio: «She has a special ability to pick up training» (tiene una habilidad especial para asimilar la capacitación). Resulta que Concha pudo dominar en una mañana la técnica que sus colegas tardaban un mes en aprender y perfeccionar.

En Estados Unidos también tomó consciencia de nociones como racismo y antisemitismo y lo ilustra con un par de anécdotas que la dejaron marcada: «Fui a Washington D.C. y me encontré con Fanny Posada quien también estudiaba allá. Fanny estaba con un amigo colombiano de piel más oscura que nosotras. Nos subimos a un bus y nos sentamos los tres en una banca. El chofer se paró y nos señaló una tabla con las reglas: si hay blancos sentados, el negro se debe ir para atrás. Fue horrible». En ese mismo viaje se dieron cuenta de que a su amigo no lo admitían en los restaurantes que ella y sus amigas frecuentaban, así que les tocaba comprar la comida para llevar y comérsela afuera en un parque. El antisemitismo no se quedaba atrás. Cuenta Concha que en los antejardines cerca del campus en Ann Arbor había letreros que decían: no están permitidos perros, negros ni judíos. Estos episodios de odio hacia los otros la ayudaron a identificar comportamientos racistas y clasistas en su tierra natal, incluso en su propia familia como cuando, unos años antes, una vecina de El Retiro había llegado escandalizada a contarle a su mamá que la pequeña Conchita estaba hablando con un negro.

De regreso a Colombia trabajó en la Facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia, se casó con un médico y tuvo siete hijos. Dejó el trabajo docente para dedicarse a su familia y montar un laboratorio que le permitía tener un manejo más flexible del tiempo. La vida de brillante mujer científica nunca alejó a Concha Peláez de su compromiso social, particularmente con otras mujeres. Por esto, desde su llegada a Medellín se vinculó a la entonces naciente Asociación Profesional Femenina de Antioquia, APFA.

Concha indica con orgullo: «todo lo que hicimos en la APFA fue importantísimo. Teníamos un fondo con el que apoyábamos económicamente a las mujeres que querían estudiar una carrera profesional y en sus familias no las dejaban o simplemente su condición económica no se los permitía. Pasábamos muy bueno, parrandeábamos mucho y hacíamos lazos de amistad que todavía se conservan». El compromiso político de la Asociación también fue fundamental para concientizar a las mujeres de la importancia de tener cédula y usar su ciudadanía para la votación del plebiscito de 1957. «Para el plebiscito recorrimos muchos pueblos», dice Concha, «y hasta yo terminé en un balcón echándome un discurso en Titiribí». Y concluye: «el trabajo de la Asociación sirvió para transformar las vidas de muchas mujeres a través de acciones que iban desde la simple solidaridad o compañerismo, hasta la movilización política en la que nosotras fuimos protagonistas y que permitió que las mujeres fuéramos ciudadanas».

La APFA fue una asociación de amigas que trabajaron para garantizarle más y mejores oportunidades para su desarrollo personal y profesional a las mujeres que venían tras ellas. Casi setenta años después las mujeres que caminan solas en ciudades y pueblos en Colombia siguen corriendo riesgos muy altos. La sociedad colombiana todavía está en deuda con la equidad salarial y la igualdad de derechos, pues aunque hay muchas más mujeres que acceden a la vida académica, profesional y laboral, el rasero para medir sus capacidades sigue siendo muy distinto… o mejor, es el mismo que aplicaban las universidades cuando las mujeres se presentaban a las carreras cuando Concha estudiaba en la década de 1950.

Durante su estadía en Ann Arbor, Concha vivió en una residencia estudiantil con treinta mujeres estudiantes quienes se turnaban las labores de mantenimiento de la casa. Cuando le tocaba el turno en la cocina Concha les preparaba la posta negra que había aprendido en su casa en Medellín.

Nota: este texto fue posible gracias a la bella entrevista realizada por Lalis Solórzano Martínez a su abuela Concha en marzo de 2018.

Posta negra de Concha Peláez Vallejo

Ingredientes

3 a 4 libras de posta o punta de anca (colita de cuadril)

1 cebolla blanca grande cortada en trozos

3 ramas de cebolla larga cortadas en trozos

3 cucharadas de cilantro picado

2 dientes de ajo

½ taza de salsa de soya

3 cucharadas de vinagre o jugo de limón

Sal y pimienta al gusto

Preparación

Primero se preparan los aliños: licúe las cebollas, el cilantro, la sal y pimienta con el vinagre o jugo de limón y la salsa de soya. Frote la carne con esta mezcla, tápela y déjela marinar uno o dos días en refrigeración.

Ponga la carne y los aliños en la olla a presión (olla atómica dice Concha), agregue un poco de agua y cocínela con la válvula puesta entre 1 hora y 1 y 30 minutos. Retire la carne de la salsa y deje reducir el líquido hasta que espese. Verifique el punto de sal. Corte la carne en tajadas y sírvala con arroz o con papas.