En los años 30 mi bisabuelo Max Alcalay llegó de Palestina a Colombia vestido como un explorador.

Alguien le había dicho que Buga era una ciudad muy próspera, además allí iba a encontrarse con mi bisabuela Ida, de quien era novio en esa época, para casarse. Max Alcalay era comerciante de telas, como muchos otros inmigrantes, y un sionista de corazón. Promovía el uso del hebreo, incluso cuando muchos judíos se comunicaban en idish o alemán. Su idea siempre fue regresar a su tierra natal con su familia, mi familia, pero lo cierto es que nunca lo hizo.

Sulamita, Itamar, Elia Meira y Myriam, los hijos de Ida y Max, se criaron en Buga. “El Pequeño París” se llamaba el almacén que tenían junto a la casa en el que vendían las telas, y que como muchos negocios de la zona, se cerraba al medio día con la excusa del calor y la siesta.

En un intento por regresar a su antiguo hogar, Max envió a Ida y a los pequeños niños a tierra prometida. El viaje había que hacerlo en barco, saliendo de Buenaventura y cruzando el canal de Panamá. Para entonces Itamar era un bebé y solo tomaba tetero de aguapanela, de manera que para el largo viaje, Ida tuvo que cargar sus maletas con bloques de panela para poderle dar el tetero a su hijito. En el barco esos “ladrillos” dulces fueron la sensación.

La panela es un producto presente en las regiones tropicales del mundo entero. Llegó a América desde África junto con las manos esclavas que han cultivado la caña en las tierras cálidas de este continente. Desde la conquista la panela ha sido el pilar de la alimentación de las familias en Colombia, y gracias a su riqueza nutricional y calórica, en muchos casos, ha sido una salvación en momentos de escasez.

Alrededor de la panela hay todo tipo de platos y postres, pero también de mitos y leyendas. Deportistas colombianos han alcanzado la gloria entre otras cosas, gracias a la energía “secreta” que les aportó la aguapanela. Pero en este país la panela es menospreciada; si bien en los restaurantes populares es posible pedir aguapanela con limón, la historia es muy distinta en restaurantes de estratos altos.

Curioso que mi tío Itamar, el mismo que solo tomaba aguapanela cuando era bebé, fue el único niño que tenía zapatos cuando regresó de tierra prometida a estudiar a su escuela en Buga. Y resulta paradójico que un producto como la panela que ha servido para unir culturas, crear identidad nacional y alimentarnos a todos sea visto con desdén desde los estratos altos.